cultură şi spiritualitate
Esta miniatura muestra a los vikingos daneses camino de Inglaterra en 865. Fue el comienzo de un ataque que terminó con la muerte de Edmundo, rey de Anglia Oriental. Siglo X. Museo de Oslo.
PIERPONT MORGAN LIBRARY / SCALA
En 787, según la Crónica anglosajona, atracaron tres naves en la costa de Wessex y de ellas salió un grupo de hombres aguerridos procedente del otro lado del mar del Norte. Los llamaron wicingas, «ladrones del mar», es decir, vikingos, un nombre que los identificaba perfectamente ya que se dedicaban al pillaje y el saqueo en medio de crueles rituales. Regresaron cinco años más tarde, en 793, pero ahora a la costa de Northumbria, donde saquearon el prestigioso monasterio de Lindisfarne, y un año después hicieron lo mismo con el de Jarrow. En la década de 870, la mayor parte de Inglaterra al norte del Támesis ya estaba sujeta a los vikingos. Pero aún no habían sucedido los acontecimientos más memorables de esta historia.
Estos comenzaron en el invierno de 878, cuando los vikingos se internaron por fin en el reino de Wessex, una decisión que obligó al rey sajón Alfredo a huir a una ciénaga. Fue un momento crítico, en el que Wessex estuvo al borde del colapso. El reino perduró gracias a la inteligencia política y militar del rey, que mil años después le valdría la admiración de Voltaire: «No creo que haya habido nunca en el mundo un hombre más digno de respeto de la posteridad que Alfredo el Grande». El monarca expulsó a los vikingos de sus tierras y fundó ciudades
a las que rodeó de fortificaciones, así como mercados a fin de cobrar impuestos que sirvieran para mantener un ejército permanente y evitar, así, la sorpresa de un ataque de los terribles «ladrones del mar». Las refriegas eran continuas, habida cuenta de la fuerte instalación de los vikingos en la costa de Northumberland y la facilidad de navegación desde su bases en el continente. Se sucedieron años de saqueos y de pactos, y los descendientes de Alfredo tuvieron que elegir entre la diplomacia o la guerra.
En 937, el rey Atelstan, nieto de Alfredo, optó por jugarse el reino en la batalla de Brunanburh, con resultado inicialmente incierto, pero que a la postre fue un triunfo que consolidó a los miembros de la dinastía sajona de Wessex como los verdaderos reyes de los ingleses. Fue tal la resonancia de su triunfo sobre los hombres del norte que los reinos continentales lo tuvieron como ejemplo a la hora de contener el empuje vikingo en sus tierras. Lo hizo, sobre todo, el duque de Sajonia Otón el Grande, que con el tiempo se ceñiría la corona del Sacro Imperio Romano Germánico. En 929, Otón se casó con Edith, hermana de Atelstan, para fortalecer los lazos con la emergente Corona inglesa.
Desde su privilegiada posición, Edith contribuyó a la estrategia política de su marido instándole a fundar el gran monasterio de Magdeburgo, clave de la expansión alemana hacia el este. Pero también siguió de cerca la política de su hermano Atelstan de fundar la ciudad fronteriza de Exeter para consolidar su dominio sobre el país de Cornualles y el suroeste de Gran Bretaña. En 938, Atelstan se hizo coronar rey en la ciudad de Bath, un lugar famoso por sus reliquias de santos de época romana, con el deseo de competir –sin lograrlo, naturalmente– con la brillante aureola de Roma. Convenció a algunos príncipes de dinastías célticas para que llevaran su manto río abajo en una ceremonia que vista de cerca era más tosca de lo que el rey de los ingleses había esperado.Desde luego, Wessex era un reino compacto y Atelstan el rey más poderoso de su tiempo, aunque había señales de alarma en el horizonte. Por un lado, crecía una fuerte tensión en el seno de la casa real, entre los herederos al trono; por otro lado, persistía la siempre inquietante presencia de los vikingos en la frontera septentrional. Ambas circunstancias convergieron cuando falleció el rey Edgar, nieto de Atelstan, en el año 975. Cuando se reunió el Witan, la asamblea de hombres sabios más importantes del reino para elegir al heredero del difunto Edgar, tuvo que escoger entre dos personajes de temperamento muy diferente. El primero, Eduardo,
hijo de la primera esposa del soberano, era un adolescente despiadado e inestable, cuya candidatura creaba todo tipo de resistencias. El segundo candidato, Etelredo, era hijo de Elfrida, la segunda esposa del monarca y la mujer más poderosa y ambiciosa del reino. Etelredo contaba con muchas credenciales para ser coronado, salvo una: la edad. Tenía siete años. Como era de esperar, el Witan se decantó por Eduardo. Elfrida se retiró resentida, y desde entonces comenzó a respirarse una atmósfera de guerra civil. En 978, el rey Eduardo se marchó a la costa para cazar. Allí fue rodeado por hombres armados que acabaron con su vida. Fue un escándalo porque por primera vez en la tradición sajona se asesinaba a un rey ungido, lo que llevó la inestabilidad al reino.
La ocasión fue aprovechada por Elfrida para elevar a su hijo Etelredo al trono. Éste pronto fue sospechoso de asesinato, y, lo que era más grave, la inestabilidad hizo crecer la sensación de que en poco tiempo podrían volver los vikingos con sus terribles saqueos de ciudades y aldeas. No era una exageración, ya que en la vecina Northumbria, donde numerosos aristócratas eran escandinavos, se difundían constantes rumores sobre una inminente invasión de los reinos sajones.
La diplomacia intervino para retrasar lo inevitable. Se gastaron grandes sumas en sobornar a los vikingos para que no atravesasen las fronteras; se prefería pagar ese «rescate» a soportar sus incursiones, que eran incluso más gravosas económicamente y resultaban más terribles para la población. Fue entonces cuando apareció en escena el terrible Olaf Trygvasson, apodado Cracabnbe, «Hueso de Cuervo», un noruego con excelente olfato para el pillaje, que en poco tiempo dominó las rutas de navegación inglesas con una pericia fuera de lo común. A comienzos de la década de 990, la fama de Trygvasson era tal que muchos jefes vikingos se unieron a sus expediciones por las costas de Kent y Essex. En cierta ocasión se reunieron más de noventa barcos, saqueando y prendiendo fuego a todo lo que salía a su paso. Fue entonces cuando tuvo lugar la batalla de Maldon, el hecho de armas más importante en Inglaterra en el primer milenio de la era cristiana. En agosto de 991, Trygvasson acampó junto la isla de Maldon, al norte del estuario del Támesis, no lejos de la actual Londres. Allí acudieron los sajones y le retaron a cruzar desde su campamento a tierra firme. Frente a Trygvasson estaba el conde Britnoth, un sajón elegante de cabello rubio, con un pequeño séquito de guardaespaldas cubiertos de hierro. La batalla fue encarnizada y sangrienta, al final de la jornada los sajones huyeron dejando el cadáver del valiente Britnoth, que se había negado a abandonar el lugar. La derrota no dejó a Etelredo más opción que pagar a Olaf un fuerte tributo de diez mil libras, el precedente de otros muchos tributos convertidos en impuestos ordinarios que pasaron a llamarse danegeld.
En 994, el codicioso Trygvasson regresó a por más tributos, atacó Londres y asoló los territorios adyacentes. De nuevo se le pagó para comprar su retirada, lo que generó el sobrenombre de Etelredo, un soberano apocado y cobarde al que comenzaron a llamar Unroed, «el desaconsejado». La ironía era clara: no había reino en Europa que recaudara más dinero que Wessex, pero Etelredo lo debilitó cada vez más al no tener ningún plan para frenar las ambiciones vikingas salvo el pago de rescates permanentes.
Olaf no se contuvo a la hora de exprimir el reino, y la gente comenzó a creer que los ataques de sus huestes eran un presagio de que el final del mundo estaba cerca. A pesar de que el influyente y culto obispo Wulfstan de Londres afirmó que «nadie sabe ni el día ni la hora» del fin de los tiempos, el pueblo estaba cada vez más convencido de que la espada flamígera de los jinetes del Apocalipsis tenía la forma de espada vikinga. En un significativo episodio, los vikingos quemaron una iglesia en Oxford con todos los feligreses dentro; habían acudido allí a refugiarse con la esperanza de que Dios les librara de la muerte. Se produjo un respiro cuando Trygvasson marchó a Noruega con el deseo de ser coronado rey de aquella tierra. Pero el vacío de poder que dejó en Gran Bretaña pronto fue ocupado por un jefe tan frío y calculador como él, aunque más cruel. Era danés, se llamaba Sven y llevaba el apelativo de «Barba de Horquilla». Sin embargo, tras una primera etapa dedicada al saqueo, Sven cambió de estrategia y decidió apoyar a la casa real sajona con la intención cada vez menos oculta de crear un reino danés en Gran Bretaña. Al final consiguió aislar a Etelredo.
Éste envió a su esposa, la culta e influyente Emma, a Normandía, y él languideció en una especie de exilio interior. A su muerte, en 1016, los vikingos se hicieron con el trono gracias a la habilidad de su nuevo jefe, Canuto el Grande, hijo de Sven. Su primer gesto fue contraer matrimonio con la reina viuda Emma y buscar su apoyo en un proyecto político que terminó por convertir a sus sucesores en reyes de los ingleses, poniendo un broche de oro a la historia de los vikingos en Inglaterra.
Breve historia de los vikingos. Jonathan Clements. Ediciones B, Barcelona, 2008.
Sajones, vikingos y normandos (pentalogía). Bernard Cornwell. Edhasa. Barcelona, 2008-2010.
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