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Escritores en aislamiento, un viaje en busca de la creatividad

La historia de la literatura no habría sido la misma si muchos de los escritores no se hubiesen confinado en sus casas para dedicarse a escribir. Flaubert, Conrad, Dickinson, Proust o Shirley Jackson, entre otros muchos, encontraron en su aislamiento la mejor forma posible de abrirse al mundo.

Cynthia Nixon es Emily Dickinson en 'Historia de una pasión'

Decía Voltaire que no hay nada como el trabajo para alejar de nosotros el hastío de los días. Con los teatros cerrados y la gente confinada en sus hogares por la plaga que amenazaba Londres, fue durante una cuarentena, en 1606,  cuando Shakespeare escribió dos de sus obras más famosas, El Rey Lear y Macbeth. No siempre, sin embargo, hizo falta la amenaza de una pandemia para mantener a los escritores aislados. Victor Hugo, por ejemplo, solía trabajar desnudo para evitar cualquier tentación de salir de su despacho y se cuenta que Joseph Conrad permaneció en una ocasión toda una semana encerrado en su baño. De Balzac y sus jornadas maratonianas de escritura a Jonathan Franzen, pasando por Marcel Proust, Emily Dickinson o Shirley Jackson, muchos son los escritores que a lo largo de la historia prefirieron, por propia voluntad, echar el cerrojo y esperar la visita de las musas. A sabiendas, tal vez, de que solo así les encontrarían en casa. 

El autor de La comedia humana, al menos, solo le abría las puertas a estos seres de la inspiración. Balzac empezaba a escribir siempre a medianoche para no ser interrumpido por ninguna otra visita o distracción social. A la luz de las velas, con jornadas que a veces se extendían hasta 15 o 16 horas diarias, era tanta la obsesión del escritor por permanecer aislado que a menudo cambiaba la hora de los relojes y cerraba las cortinas de la ventana para no enterarse así de si amanecía. Acompañado por su inseparable cafetera -dicen que llegaba a injerir hasta cincuenta tazas de café al día-, infatigable, cuando se cansaba de escribir Balzac revisaba, corregía y perfeccionaba sus textos. Para él, como escribe Stefan Zweig en Balzac. La novela de una vida (Paidós), era día “solamente en este pequeño círculo de claridad de las velas, para él no existen más personas que las que está creando, no hay otros destinos que los que está escribiendo, los que inventa. No tiene otro espacio ni otro tiempo, no tiene otro mundo más que este, el cosmos que él mismo ha creado”.

Balzac murió joven, con tan solo 51 años, tras pasar los últimos meses enfermo y con la salud deteriorada. En 1851, un año después de su fallecimiento, Flaubert empezó a escribir Madame Bovary. El autor de La educación sentimental era otro de los escritores que solía encerrarse durante largos periodos en su estudio. Para terminar la historia de Emma Bovary dedicó casi seis años con jornadas de hasta doce horas de escritura. “Su estudio –cuenta James Salter en El arte de la ficción (Salamandra)- estaba en la planta alta de la casa, una habitación amplia que daba al jardín, con el Sena de fondo. Solía escribir allí desde primera hora de la tarde hasta bien entrada la madrugada, parando sólo para cenar, y -como su admirado Balzac- era infatigable, escribiendo, reescribiendo, revisando, y produciendo lentamente, quizás una página por semana, o una en cuatro días, o trece en tres meses".

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Balzac, Joseph Conrad y Shirely Jackson

Tal vez porque como dice el propio Salter si quieres dedicarte en serio a la literatura has de escribir en lugar de vivir. “Has de dar mucho para recibir algo”, opina. Algo así debió pensar Henry D. Thoreau cuando, en 1845, decidió dejarlo todo para irse a vivir a una cabaña que él mismo había construido. Fruto de aquella determinación surgió uno de sus libros más celebrados, Walden o la vida de los bosques, donde narraba a modo de diario su propia experiencia en los bosques. Existe, en realidad, toda una tradición de escritores que se retiraron a componer a la naturaleza. Antes que Thoreau, Wittgenstein ya se había construido su propio refugio en Skjolden (Noruega), Heidegger filosofaba en una pequeña y austera caseta en su querida Selva Negra y George Bernard Shaw acostumbraba a encerrarse en una angosta cabaña de su jardín trasero que tenía la particularidad de que se podía girar siempre, como los girasoles, buscando la luz del sol.

Una vida más que privada

Pero no siempre el espacio importaba por igual a todos los autores. Cuenta Javier Marías en Vidas escritas, por ejemplo, que Joseph Conrad podía abstraerse tanto del mundo que, incluso, llegó a permanecer toda una semana enclaustrado en el cuarto de baño de su casa mientras trabajaba. Familiarizado con los lugares pequeños por su larga experiencia como marinero y capitán en alta mar, al escritor de El corazón de las tinieblas, nada le gustaba más que encerrarse en su estudio para escribir, donde podía pasar días y días sin problema.

Conocidos también son los casos de J. D. Salinger y Emily Dickinson. El autor de El guardián entre el centeno compartía con su protagonista, Holden Caulfield, la idea de que si él hubiera sido pianista, tocaría dentro de un armario. Celosamente obsesionado por su vida privada, su fuerte rechazo a la exposición pública llevó al escritor a levantar muros y aislarse del mundo en una granja de Cornish (New Hampshire), donde se dedicó por entero a la escritura durante sus últimos cuarenta años de vida.

Como él, Emily Dickinson también decidió encerrarse en su casa paterna de Amherst (Massachusetts) y permanecer en el anonimato. Su caso es uno de los más paradigmáticos. Entregada al estudio, la reflexión y la escritura, la poeta tenía pocas amistades personales y escasas relaciones sociales. Sobre ella, escribe Siri Hustvedt en Vivir, pensar, mirar (Anagrama) que “se encerraba en su casa a leer y a escribir. Allí habitaba la inmensidad de su vida interior. Sus mentores vivían en los libros”. Tras su muerte, Dickinson dejó cientos de cuadernos, con apuntes, diarios y cartas, una producción de 1.775 poemas, de los que solo publicó siete en vida, todos ellos bajo pseudónimo.

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Salinger, Jonathan Franzen y Proust

No siempre, pero el aislamiento ha jugado muchas veces a favor de la literatura. Obras como En busca del tiempo perdido no hubiesen llegado nunca a concluirse de no haber sido por el confinamiento al que su autor decidió someterse. Conocido es que Marcel Proust pasó los últimos quince años de su vida encerrado en su piso del número 102 del bulevar Haussmann de París, del que apenas solía salir. Adicto al café como Balzac, con la salud deteriorada por su asma y deprimido tras la muerte de su madre, el escritor permanecía día y noche en una habitación con las paredes forradas de corcho para evitar cualquier ruido o distracción ajena  a la composición de su gran obra.

Un don a cambio de un látigo

La enfermedad era, de hecho, otra de las razones que solía mantener a algunos escritores lejos de la vida social. Shirley Jackson, que sufría de neurosis, era agorafóbica. La autora de historias como La lotería, Siempre hemos vivido en el castillo  o La maldición de Hill House -adaptada recientemente por Netflix-, pasó gran parte de su vida encerrada en casa, donde cuidaba de sus cuatro hijos, su marido y sus mascotas, como ella misma relató en alguna ocasión.

Maestra del terror doméstico y escritora compulsiva –a lo largo de su vida compuso casi cien relatos, seis novelas y algún ensayo-, solía dedicar horas y horas a su trabajo. “No soporto a la gente que cree que empiezas a escribir en el momento en que te sientas en el escritorio y coges la pluma y terminas de escribir cuando la dejas; un escritor siempre está escribiendo”, reflexionaba la propia Jackson en "Memoria y delirio", uno de los textos reunidos por Minúscula en Deja que te cuente.

Quizás porque como escribía Truman Capote, "cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse”. Tal era el caso de Jonathan Franzen. Premio National Book Award por Las correcciones, el novelista solía encerrarse en su estudio de Harlem “con las persianas cerradas y las luces apagadas, sentado frente al teclado del ordenador, con orejas y tapones en los oídos y los ojos vendados”, cuenta Mason Currey en Rituales cotidianos (Turner).

Con todo, el autor de Libertad no recordaba aquel periodo creativo de su vida con especial felicidad: “Me pasaba el día puliéndolo, hasta que ya a las cuatro de la tarde no tenía más remedio que admitir que era malo. Entre las cinco y las seis me emborrachaba con vasitos de vodka. Luego cenaba, a altas horas de la noche, consumido por una enfermiza sensación de fracaso. Me odiaba a mí mismo todo el tiempo”, confesaba él mismo en una entrevista a un periodista.

@mailouti

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