Como los almendros en flor

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Si, como escribió García Márquez, el olor de las almendras amargas recuerda siempre al destino de los amores contrariados, la contemplación de los almendros en flor en pleno invierno podría evocar el destino de los amores insensatos.

Pero en la naturaleza no hay gesto descabellado, ni esfuerzo inútil. Todo está medido, calculado, todo es exacto y necesario. Y lo que nuestros ojos perciben como un ademán desesperado de esplendor efímero –acaso no exista otra gloria posible que la de un instante- es el germen imprescindible que fructificará unos meses más tarde. Como sucede con el amor, incluso con el amor contrariado, también con el insensato.

El árbol posee la sabiduría de los tiempos. Desafiar con flores el frío de febrero es el único camino posible para que, en los primeros calores del verano, de las ramas pendan los valiosos frutos. Si el almendro se acobarda por la posibilidad de que una helada fuera capaz de quemar los pétalos, que en realidad son más robustos de lo que su apariencia enmascara, habría sentenciado el transcurso de su propia naturaleza. Al llegar el verano los frutos, aún en crecimiento, necesitarían tanta agua que el árbol correría peligro de secarse. En ese caso y para evitar el riesgo, la naturaleza los sacrificaría en beneficio del árbol-madre. Las almendras truncadas caen al suelo.

Si el olor de las almendras amargas recuerda siempre al destino de los amores contrariados, como escribió García Márquez al inicio de “El amor en los tiempos del cólera”, el almendro en flor podría recordar siempre al destino del amor impetuoso pues es arriesgado, bello, desafiante, valiente y fugaz, como es el amor inmenso de un instante. Acaso no haya espectáculo más contradictorio y arriesgado en la naturaleza que la floración de los almendros en invierno.

El amor, el aroma, las flores y los frutos. Desde los tiempos antiguos la almendra es caricia cuando se transforma en aceite para la tersura, aroma para la piel si se vuelve perfume y alimento para calmar el hambre y la sed. De ellas se obtenía en la Edad Media una bebida llamada amygdalate probablemente por su procedencia etimológica del termino sirio “ha-migdala”, que significa árbol hermoso. La tomaban los moros y los cristianos, fundamentalmente en los días de ayuno religioso,  los señores y los vasallos para favorecer la digestión y todos, el fruto entero junto con nueces castañas e higos, para recobrar las fuerzas en invierno.

El Viandier es un libro de cocina escrito a finales del siglo XIV (1375-1380) por Guillaume Tirel y dedicado a los cocineros de los reyes franceses Carlos V y Carlos VI que contiene una receta para la bebida de almendras que, básicamente, consiste en mezclar jengibre, almendras sin ajo (así se especifica), caldo de verduras y ocasionalmente vino blanco. También en el Llibre de Coch, un nombre simplificado de “El Llibre de doctrina per a ben servir, de tallar y del art de coch cs (ço es) de qualsevol manera, potatges y salses compost per lo diligent mestre Robert coch del Serenissimo senyor Don Ferrando Rey de Napols,), otro recetario redactado por Robert de Noia, la almendra es un ingrediente importante.

Sería incompleto hablar de la Edad Media y de las almendras sin detenerse en el significado más espiritual de la mandorla, la figura geométrica que surge cuando dos círculos se entrecortan en la metáfora de dos mundos, el terrenal y el celestial, cuya intersección abraza al Dios de los cristianos.

La tierra y las almendras. El cielo y la mandorla. Febrero y los almendros en flor. Y de fondo, empapándolo todo, el recuerdo del olor de las almendras amargas.

Que tengan una feliz semana.

Publicado 22nd February 2017 por Iconos Medievales

Etiquetas: Almendras amygdalate García Márquez Llibre de Coch Viandier