Isfahán, ‘la mitad del mundo’

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En un gran rectángulo de galerías porticadas se encastan como si de una joya se tratara tres monumentos de enorme belleza

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La mezquita del jeque Lotfollah, en la plaza del Imán (LV)

JOSEP M. CALVET

25/08/2019 03:23Actualizado a26/08/2019 09:25

“Isfahan nesfe Jahan” ( Isfahán, la mitad del mundo ). Con este juego de palabras los isfahaníes glosan la belleza de su ciudad desde tiempos del sha Abás (1588-1629), sin duda, el principal artífice de una de las urbes más cautivadoras del mundo. Más allá de la evidente exageración del proverbio persa, lo cierto es que deambular por Isfahán y contemplar sus joyas arquitectónicas ya vale por si mismo el viaje a Irán. Y más en concreto, la plaza del Imán ubicada en el centro de la ciudad con sus principales monumentos encastados como piedras preciosas de forma casi simétrica en cada lado de este enorme espacio rectangular (160x500 m), sólo superado en sus dimensiones por la plaza de Tiananmen, en Pekín.

Declarada patrimonio de la humanidad por la Unesco en 1979, la plaza consiste en una hilera continua y uniforme de galerías porticadas de dos pisos que albergan almacenes, oficinas y comercios, solo interrumpidas por alguna calle que desemboca en la misma y por las cuatro gemas que la decoran: la mezquita del Imán, al sur; la mezquita del jeque Lotfollah, al este; el palacio de Ali Qapu, al oeste, y la puerta de Qeysarie, que da acceso al gran bazar, situado al norte.

En el centro, jardines, fuentes y estanques que reflejan los distintos monumentos embellecen el conjunto a la vez que equilibran sus enormes dimensiones haciendo que el lugar sea perfecto para pasear, reunirse, descansar y contemplar. En los calurosos días de verano, cuando cae la tarde, la plaza se llena de gente, locales y turistas atraídos por este oasis de paz y color que contrasta con el duro entorno semidesértico de la ciudad. El crepúsculo es las mejor hora para deleitarse con el juego de brillos y colores de los azulejos de las cúpulas de los templos que van cambiando a medida que el sol se va ocultando.

El crepúsculo es la mejor hora para deleitarse con el juego de colores de los azulejos de las cúpulas

La plaza, tal como la conocemos en la actualidad, fue concebida para dar gloria al reinado del sha Abás el Grande, el más eminente emperador de la dinastía safávida, quien heredó el trono de su padre tras encarcelarle y deponerle alegando el sucesivo debilitamiento del imperio. El nuevo rey no escatimó esfuerzos para estabilizar las fronteras, dotarse de un ejército permanente y trasladar la capital de la norteña Qazvin a la más persa Isfahán en 1592. La ciudad, que ya había vivido una primera época dorada medio milenio antes con Avicena escribiendo dentro de sus murallas su célebre Cánon de Medicina, volvió a despegar y las artes florecieron de nuevo. Se construyeron numerosas mezquitas, madrasas (escuelas coránicas), palacios, jardines y numerosos puentes que cruzan el río Zayandeh, sobre la que se levantó. Precisamente cuatro de estos preciosos puentes que todavía se conservan constituyen otra atracción ineludible. El Si-o-se Pol (puente de los treinta y tres arcos) cruza el río, que no siempre lleva agua, como continuación de la avenida principal de la ciudad y está construido a dos niveles. Si históricamente era la forma de entrar en la ciudad desde el sur ahora es un punto de encuentro de familias, amigos y amantes, donde se habla, se cuentan cuentos y se canta bajo una tenue iluminación que nos lleva a Las mil y una noches.